El cocinero cazador de Zamora

Luis Alberto Lera convierte su local de Castroverde de Campos, surgido en mitad de la nada, en imán para buscadores de sabores silvestres

La estampa vale su peso en oro. Luis Alberto Lera Collantes (41) camina al atardecer por los herbazales que rodean Castroverde de Campos. Delante corre, alborozada y feliz, la galga Torera, la niña de los ojos de este cazador que ha convertido un pueblito de apenas 200 habitantes, despoblado y perdido en mitad de la nada, en epicentro de una de las cocinas más puras y con mayor sentido de España. Hasta aquí peregrinan miles de buscadores de sabores silvestres, desterrados de las cartas convencionales.

Por la izquierda, en lo que fue el majuelo Nieto y sus viñas de uvas generosas, apenas sobrevive hoy una caseta de ladrillos rojizos, testigo mudo de tanto abandono. De frente, en el cueto, un bando de pesadas avutardas levanta el vuelo con un esfuerzo agónico... Luis Alberto nos acerca hasta la Jabera de Barcial, para contemplar uno de los numerosos palomares derruidos, siempre orientados al mediodía, que jalonan su comarca. La construcción de tapial (barro) muestra las tripas desnudas. Los nidales donde se criaban los exquisitos pichones de las palomas bravías (pura comida de subsistencia en esta Tierra de Campos) están carcomidos por la lluvia y las heladas; las hermosas puertas, desvencijadas y los muros asoman vencidos y colonizados por la maleza. «Mira esa chapa de metal al lado del hueco de paso. Se llama tornarratas. Si alguna trepaba por el muro para colarse en el palomar, al llegar aquí resbalaba y al suelo...», explica. Lera es guardián de un lenguaje, de unos modos y costumbres que desaparecen a marchas forzadas. Como escribió Saramago, cada vez que muere un abuelo, uno de esos sabios de campo, desaparece una biblioteca entera.

Tal vez por eso, por esa conciencia de la pérdida, Luis Alberto Lera, el hombre al que se le ilumina la cara al saborear las carreras y los quiebros de su lebrel, tuerce el gesto ante cada uno de estos monumentos rurales reducidos a escombros por la desgana. En los palomares que se mantienen erguidos –reflejo de la más hermosa y eficiente arquitectura popular– ha encontrado Lera uno de los paraísos perdidos que dan forma a su cocina.

El pasado año, nada menos que 13.800 personas peregrinaron hasta Castroverde de Campos para degustar esas diminutas joyas culinarias de apenas 80 gramos de peso. Pichones tiernos, plenos de sabor y esencias primitivas que el cocinero presenta estofados, en un plato para todos los paladares. «Podía haber tomado las recetas y los sabores primitivos y haberlos replicado aquí con una cocina clásica. Pero yo quiero cocinar la caza del siglo XXI. Por eso afino y aligero al máximo las salsas, los fondos, las reducciones... Ya en el mesón El Labrador (el restaurante de la familia abierto por sus padres, Cecilio y Mimica, en 1973) mi madre mojaba los guisos con agua. Hoy sigo esa senda. No hay fondos, solo agua. Una liebre a la royale es fantástica. Pero un menú largo con varios platos así puede acabar con cualquiera. Y yo quiero que los clientes, que vienen aquí tras conducir 300 o 400 kilómetros, prueben un montón de platos, que salgan de Lera satisfechos, que tengan una buena digestión... y no vuelvan a casa acordándose de mí», sonríe.

Su cocina es sabrosa y sutil y su terreno es la caza. Los sabores de la caza, del campo. Aromas de cuero, pana, barro, musgo y otoño. De pedernal y madera, aroma acre a pólvora, platos donde resuena el estampido lejano de los disparos... Un universo robusto y formidable al que se ha puesto entre la espada y la pared.

«Me gusta cocinar becadas. Pero ya no puedo venderlas en el restaurante. ¿Qué sucede? Que nos están privando de un plato de sabor único. Los sabores verdaderos, auténticos, están desapareciendo. Un ejemplo. Apenas un 10% de la perdiz que se sirve es salvaje. El otro 90% son perdices de suelta. Y no tienen nada que ver», denuncia. «La caza ha pasado de ser una comida exclusiva, de reyes y nobles, a ser una cocina de culto, denostada hoy, y que hasta hace muy poco sólo comían los cazadores», recuerda Luis Alberto Lera.

«Siempre digo que para mí es mucho más fácil servir atún rojo o carne de Kobe que poner sobre la mesa de mi restaurante la perdiz que ha cazado un vecino de Castroverde. Es absurdo. El país está lleno de cartas idénticas. Y a quienes buscamos algo auténtico, basado en aspectos culturales, no hacen más que ponernos trabas burocráticas. Esto se acaba. Un restaurante como el mío tiene los días contados», se lamenta Lera.

Hasta ese momento –pidamos a San Huberto y a la mismísima Diana Cazadora que no llegue nunca– toca disfrutar de la magia de Lera en este edén de la caza. En su menú degustación (76 €) hay conejo, perdiz en escabeche, caldo de pato, pimientos rellenos de paloma, alubias de Saldaña con liebre, un platazo de torcaz (por un lado la suave pechuga; por el otro, un lingote de su carne con chocolate) y carne de ciervo que, como hace también con el jabalí y el corzo, Lera somete a una marinada.

Es éste uno de los grandes descubrimientos de este cocinero formado en Euskadi: una pasta de papaya verde capaz de ablandar la carne hasta que adquiere una consistencia aterciopelada y melosa. «Con la marinada hidrato la carne y le doy untuosidad con aceite de oliva virgen, tomillo... Busco que la caza tenga cada vez más sentido», proclama. Eso le lleva a preparar la becada en tartar (Lera es contrario al faisandage y a las maduraciones) y una morcilla de liebre.

También probamos una de las escasísimas codornices salvajes que llegan a las mesas de este país: como recuerdo, un perdigoncito del 10. Lejos de convertirse en un incordio, los iniciados en el arte antiguo de mondar huesecillos y paladear pechugas, muslitos, alitas e interiores, consideramos el plomo como un tangible certificado de autenticidad.

«No puedo usar materia prima de cercanía. Debería vender liebres de Argentina y Uruguay, pollos de la marca Koren y conejos de los que sueltan en Toledo en vez de aprovechar los descastes. Todo son trabas burocráticas para usar producto local, los auténticos sabores de nuestra tierra. Yo ya no espero nada de nadie. Por eso me rodeo de cómplices, personas que me hacen llegar setas, berros, tomillo salvaje...» Horas más tarde Lera nos acercará un plato de tomillo silvestre. «Huele a incienso...», suspira. «Pero van a arar la loma donde lo cogen para plantar cereal. Y adiós», se desespera Lera.

Subimos al todo terreno y Torera nos sigue, haciendo quiebros por el sendero. «Mira, eso es un barbecho químico. Esto está como Chernóbil», dice mientras nos muestra campos y campos de cereal sometidos a la tiranía del cultivo intensivo. «El 99% se trata con herbicidas y pesticidas. Esta política agrícola devastadora está acabando con la caza, con los animales...», se duele. «El campo está muerto». Y, en efecto, a nuestro alrededor solo hay una extensión infinita de campos cenicientos. Solo rompe la monotonía del paisaje la mancha verde de un pinar, el cauce del Valderaduey, algunas fincas en barbecho y el cielo morado del atardecer...

Grillo, el fox terrier de Lera, pugna por salir del coche. El cocinero mima a sus tres galgas –Flecha, Sahara, Torera– a las que da de comer cada tarde en viejas sartenes sobras del restaurante, pienso y un poco de pan. En un rito rural, saluda a las tres burras zamoranas que cuidan en casa y al negro caballo Pistolas que le acompaña en el campo cuando hay persecución de rabonas. Su segundo, el vallisoletano de Esgueva Ricardo Lorenzo Martín, comparte el alma rural y le acompaña también en las tareas domésticas...

De vuelta nos cruzamos con su primo José Abel, pastor joven y sabio rural. El diálogo –lacónico– que mantienen de coche a coche (sobre la torcedura en la pata de un lebrel, sobre la gravilla volcada en un camino) es digno de una novela de Delibes. Su esposa, Natalia Martínez, nacida en Villalpando e historiadora en la Chancillería de Valladolid, comparte con Lera esta pasión rural y le ayuda a documentar una herencia que se desvanece.

Tras visitar las dos bodegas subterráneas, Ramón Blas González del Campo (un auténtico crack con 32 años de servicio en la casa) nos pone una copa del vino tinto que les prepara Abdón Segovia con las 350 viñas de la casa. A su lado, Rocío Benito, sumiller y apasionada de Jerez, conversa de palos cortados y albarizas con Moni Castillo y Ángel Carrascosa (del vitoriano Vintage) que, junto a un par de matrimonios amigos, han acudido al reclamo de Lera. Como abre los lunes, es día para que lo frecuenten sus amigos hosteleros –coincidimos con Javi Estévez, de La Tasquería, y hasta con un inspector de la Guía Michelin de visita profesional–.

Cae la noche y un silencio denso se acomoda junto a la chimenea del restaurante-casa rural. Nos empapamos del conocimiento de Lera... Como sucede con la liebre, nos cuenta, uno de los secretos para cocinar estos pichones de Tierra de Campos es que no se desangren. Por eso hay que ahogarlos o estrangularlos. «Pero son cosas –reflexiona– que hoy hieren ciertas sensibilidades. Hemos humanizado demasiado a los animales; algo que a los de pueblo nos resulta raro porque siempre hemos convivido con la vida y la muerte».

 

Fuente: https://www.elcorreo.com/jantour/reportajes/cocinero-cazador-zamora-20191025100058-nt.html